A pesar de los avances científicos, todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay misterios que no dejan de asombrarnos cuando proyectamos la mirada sobre ellos. Son profundidades que hacen patentes nuestra pequeñez y desconocimiento ante el mundo en que vivimos. Que nos recuerdan cuál es nuestro lugar en el universo y son una cura de humildad.

El ego constituye una curiosa construcción mental en la que convergen los aportes de diversas disciplinas psicológicas, manifestándose como un concepto voluble que cada individuo moldea según su experiencia. De tal modo que su mesura o desmesura forman parte del tenso paisaje de nuestra convivencia en sociedades multiculturales cada vez más complejas. Bajo esta máscara que llamamos «ego», existen otras regiones que resulta más difícil gestionar, porque se requieren virtudes poco frecuentes en un mundo intensamente competitivo, adicto a la hiperconexión digital y a la aceleración tecnológica. Pero allí donde miremos, priorizando la emergencia climática, los desafíos son elocuentes: estamos inmersos en «nuevas profundidades» conscientes e inconscientes que están alterando drásticamente nuestra visión del mundo, la vida y el universo.

El 14 de febrero de 1990, a seis mil millones de kilómetros de la Tierra, la sonda espacial Voyager 1 realizó una fotografía de nuestro planeta que con el tiempo se ha convertido en una referencia ineludible para la escuela de humildad que necesitamos en todos los ámbitos de la existencia. Carl Sagan, el gran científico y divulgador estadounidense, dedicó a esta imagen un texto que sintetiza como pocos nuestro lugar en el universo conocido, y forma parte de ese gran aprendizaje de humildad que todas las disciplinas científicas deberían incluir como ética esencial, tal como sostiene el propio método científico.

Esta nueva profundidad multidimensional es muy reciente. Un instante en términos de tiempo profundo. El giro copernicano debería haber erosionado nuestros proverbiales antropocentrismo y antropomorfismo, pero en la tercera década del siglo XXI no quedarían excusas para admitir que, como planeta y como especie, no somos el centro de nada, excepto quizá de nuestro propio destino.

Asumir estas evidencias no implica negar nuestra búsqueda milenaria de una sabiduría perenne, ni la necesidad de desentrañar los grandes secretos de la vida y del mundo. Al contrario, es la esencia del conocimiento científico, filosófico y poético, tal como ha sido concebido por sus mejores exponentes. Su carácter falible garantiza una cordura epistemológica (y ontológica), frente a los fundamentalismos y fanatismos que alimentan las ideologías del odio, la exclusión y la guerra.

La fauna y la flora abisal han sido estudiadas desde hace décadas en exploraciones pioneras, como las de Auguste Piccard (1960) –con hazañas todavía no superadas–, u otras más recientes, como Five Deeps (2019), un relevamiento de las principales fosas marinas en los cinco océanos. Un proyecto cuyos objetivos más loables están orientados a la investigación rigurosa de la piel marina más profunda, esa zona de intensa oscuridad de la que dependen más cosas de las que imaginamos. Son los ecosistemas abisales que sustentan las espirales de la biodiversidad ascendente, influyendo en las corrientes oceánicas que juegan un papel decisivo en la aceleración o atenuación del cambio.

Fuente: Artículo originalmente escrito por Jorge Riechmann en CCCB Lab.